No sería noble (ni educado) por mi parte dejar de comentar el post sobre Escocia y su capital, habiendo compartido con Lara las 10 semanas que allí pasamos.
Pues bien, me gustaría contaros la historia de la mágica, surrealista y entrañable experiencia que vivimos en el pueblecito de Falkland, en el interior de la península de Fife.
Como en otras escapadas, habíamos alquilado un coche (nota a recordar: alquilad vehículos vía Enterprise, la compañía más competitiva a nivel precio y servicio de todas las que probamos en el país), esta vez para un solo fin de semana, y, como era costumbre, decidimos una dirección y nos pusimos en marcha. Resulta que para nuestro asombro íbamos a toparnos con el fin de semana más caluroso del año (sí, lo confirmamos: resultó serlo al fin y al cabo).
Pues bien, seguramente por la influencia climática (creedme: un altísimo porcentaje de las actitudes y formas de ser de los escoceses viene explicado por el tiempo) y, claro está, por la propia idiosincrasia de la gente del pueblo, nos sucedió algo a lo que no dimos crédito hasta bien pasados unos días y al haber reflexionado unos cuantos más.
Falkland quedaba, según nuestro mapa de carretera, lo más cerca posible de nuestro verdadero objetivo: las montañas Lomond. Así que llegamos, nos plantamos en el centro (pequeño y con todo a mano) y fuimos a preguntar a las dos únicas pensiones existentes por precios para pasar la noche. Primera sorpresa: eran bastante más caras que otras pensiones localizadas en lugares bastante más turísticos del país (tipo Highlands o cercanías del Lago Ness). ¿Falta de competencia? ¿Desinterés por llenar el hotel? Después de todo, no se veía mucha gente por el lugar…
Así que se me ocurre hacer una cosa: buscamos un bar con WIFI en la villa (si es que hay suerte. Y la hubo) y miro precios en booking.com, que siempre encuentro ofertas apetitosas. Y ¡pam!: ahí estaban los dos B&B, ¡ofreciendo precios más baratos que los que nos acababan de decir! Jajajaja, «si pican, pican», debieron pensar.
Eran las 6 y poco de la tarde y, desde el mismo bar donde habíamos realizado la consulta, -por cierto, lleno de gente cuanto menos extravagante y la mitad de ellos ya borrachos, cantando en los parterres frente al local al son de una guitarra española de otro personaje de lo más peculiar- reservamos habitación.
Total, que nos dirigimos al hotel pasados unos minutos y una refrescante Tennent’s (la cerveza rubia escocesa más conocida y barata del país). Al parecer, no se acordaban (muy extrañamente) de nosotros, pues al llegar les comentamos que teníamos una reserva, se miraron entre los recepcionistas y como no habían tenido tiempo de consultar las reservas de la web (hacía nada que habíamos reservado) simplemente nos creyeron y nos dieron habitación (ni siquiera tuvimos que insistirles en que el precio sería el de la reserva…)
Entre risitas (y no cierto estado de nerviosismo por como todo estaba empezando) subimos a dejar nuestras cosas, descansamos un poco hasta la hora de cenar y, al bajar de nuevo nos topamos con un verdadero personaje: algo así como un ex combatiente de algún ejército (eso conseguimos entender) que, literalmente, nos pilló por banda nada más vernos y nos estuvo explicando –mejor dicho: balbuceando- toda una historia sobre su vida, sus amistades perdidas, su enfermedad (algo así como una disminución psíquica adquirida, creímos entender, durante su etapa como militar activo), todo aderezado por un constante gritar, escupir, reír y, de tanto en tanto, llorar desconsoladamente. ¡Dios! ¡Y encima en un escocés cerradísimo del cual a duras penas sacábamos algo en claro!
Como unos 45 minutos después nos pudimos librar del colega y salimos a la calle. Claro: entre la siesta larga que habíamos hecho (sin olvidar las costumbres españolas…) y la charla del ex militar balbuceante, se había hecho tarde (es decir: tarde para un pueblo escocés… las 21h, vamos). Así que, al preguntar en dos fondas del lugar y descubrir que nadie nos daba de cenar, acabamos optando por la única carta que NO queríamos jugar: un chino que había al lado de la pensión (sí, sí; si viajáis por Escocia descubriréis pocos restaurantes chinos pero, mira por dónde, el destino nos llevó al –casi- único pueblo donde podía encontrarse uno).
¡Atentos!: a partir de este momento (por si ya no habíamos tenido experiencias curiosas en la villa) la cosa se lía que da gusto…
Entramos al chino: “no, aún no hemos cerrado”, nos dijeron, pero con una seriedad y una sequedad que, en verdad, querían decir: “no tengo ganas de cocinaros nada ahora ¡Qué demonios queréis a estas horas!”. A regañadientes pedimos comida (“para llevar, no se preocupen, que no les ocuparemos una mesa”) nos obligan a pagar en efectivo –cuando, A VISTA DE TODOS, se veían carteles de se permiten tarjetas; sacamos –obligados- dinero del cajero más cercano (gracias a Dios, había un ATM en el pueblo), pagamos y, como comprenderéis, asqueados salimos del local con la comida a cuestas.
Justo a la salida había un banquito de piedra y, al falta de nada mejor, allí nos aposentamos. Y de repente, ¡magia!: ¡qué comida más deliciosa! Creedme, he probado MUCHA comida china por Barcelona durante toda mi vida; esa comida merece estar entre las más exquisitas de los restaurantes barceloneses. ¡Y a precio comida china de restaurante cutre!
Sin salir de nuestro asombro y disfrutando de las vistas a… la calle principal de Falkland, oímos a lo lejos un inicio de griterío, en aumento al cabo de unos segundos, proveniente del bar donde unas horas atrás habíamos reservado hotel. Y de repente, el griterío se convierte en rumor, luego en estruendo y, finalmente, en sonido de pasos corriendo en dirección a nosotros. Asustados, tensamos nuestros músculos y, algo aliviados pero todavía muy atemorizados, presenciamos JUSTO DELANTE DE NUESTRAS NARICES, en plena calle, una pelea a 5 entre un grupo de borrachos que habían salido del bar persiguiendo al pobre chaval que estaba recibiendo la mayoría de golpes. Sin saber qué hacer, nos limitamos a permanecer callados, parados, pasmados ante tal espectáculo; afortunadamente, segundos después –aunque a nosotros nos habían parecido horas- aparecían unas chicas vociferando palabras ininteligibles y frases inconexas, consiguiendo eso sí calmar a sus machos.
La imagen era de lo más irreal: acabada la guerra, los machos regresaban victoriosos con las chicas de sus brazos hacia el bar del que provenían mientras el pobre apalizado se marchaba en la dirección opuesta, tambaleándose entre los coches aparcados, ¡como si simplemente fuera borracho y una banda de orcos no le hubieran hecho nada!
Atragantados por la escena que acabábamos de presenciar, depositamos el resto de comida (por suerte ya poca, pues habíamos saboreado la gran mayoría) en la papelera más cercana. Necesitábamos una copa para olvidar lo sucedido.
Así que nos quedaban dos opciones: el bar del que surgió todo el conflicto (como que no) o la fonda más alejada desde la cual podían escucharse, a bastante distancia, la música y los gritos de los parroquianos del lugar. No sé si nos vieron cara de foráneos (que seguro), si porque éramos los más jóvenes que habían decidido aparecer por ese bar (que también) o porque llevábamos el aura de todo lo sucedido hasta el momento haciéndonos sombra –o luz- que, no nos acabábamos de decidir que ya nos estaban empujando hacia adentro encantados de tener chica nueva en la oficina.
¿Y cómo explicar que esa resultó ser una de las noches más divertidas y juerguistas de toda nuestra etapa en Escocia? Nos invitaron a cerveza –tanta como pudimos beber-, a chupitos –whisky, whisky y, sí, más whisky- nos sacaron a bailar, conocimos a la banda que había ido a tocar (en un intermedio, el líder de la banda nos cogió por banda, como había hecho unas horas antes nuestro ex combatiente, y nos soltó todo un monólogo acerca del pueblo, de la gente del lugar, de los escoceses: ¡CLASE MAGISTRAL DE HISTORIA a las tantas de la mañana!) y, cansados, y con dificultades –no nos dejaban irnos- nos despedimos de todos los villanos así como de la gente del bar, no sin antes haberles prometido a estos últimos que escribiríamos una postal ¡QUE ELLOS MISMOS NOS REGALARON! una vez regresáramos a Barcelona.
EPÍLOGO
El día siguiente –sí, nos levantamos pese a todo- fuimos a hacer la excursión por las Lomond, pues es lo que habíamos ido a hacer allí. Fue un trekking sencillo y tuvimos un día bastante soleado. Dos colinas separadas por unos kilómetros cual dos pechos de mujer se alzaban en una gran extensión de tierra. Hicimos cima solamente en una de ellas, pero desde arriba las vistas de la bahía del Fife eran exquisitas.
Como agradecimiento, decidimos regresar a la fonda donde habíamos pasado la noche anterior y, al menos, devolverles tantos favores degustando su comida.
Una última sorpresa nos aguardaba: comimos una ensalada –enorme-, algo de picoteo y unas sodas y, al llegarnos la factura, el precio ascendía a… ¡7 MÍSERAS LIBRAS!
Era un error, por descontado. Dejamos un billete de 10 libras, ante la sorpresa de la joven camarera de esa mañana. ¡Qué propina tan inesperada se llevó! Si tan siquiera hubiera sabido las horas que habíamos vivido la tarde noche anterior.